domingo, 26 de septiembre de 2010

El chico de al lado

El día del concierto llegué unos diez minutos antes de la hora señalada en la entrada. Busqué un asiento en la grada general. Vi uno que me gustó: a la derecha, la escalera, a la izquierda, nadie. Me senté.

Tras unas cuatro canciones intentaba no hacer más que mirar al escenario. Por fin lo veía, lo escuchaba, ahí, delante de mí, con su impecable traje y sombrero oscuros y más ágil de lo que pensé. Pero, detrás de mí, una chica traducía del inglés cada párrafo a su amiga; a mi derecha, una hippie sentada en la escalera me impedía ver las pantallas; frente a mí había un tipo cuya presencia me impedía expandirme hacia adelante. Al menos, quedaba el asiento de mi izquierda, vacío.

Entonces alguien se acercó a mí. Perdona ¿está libre el asiento? preguntó. , le respondí. Solo lo vi de reojo.

Algunas canciones después se acercó a mi oído y comentó algo. Algo que me hizo reír. En el intermedio charlamos. Él, en un gallego precioso y dulcísimo. Resultó que había estudiado en la ciudad en la que yo vivo, trabaja en la ciudad donde pasé las vacaciones y vive en la ciudad en la que yo trabajo. Y aunque estábamos a más de cien kilómetros de todo eso, nos hizo sonreír.

Comenzó de nuevo la música y él fue al bar. Me preguntó si quería algo y dije que no. Tardó más de una canción en volver y me sorprendí obligándome a concentrarme en el concierto. Se me iba la mente a algunas preguntas como ¿y si no vuelve? ¿por qué sería así? y aún peor ¿y si vuelve? ¿por qué sería así? Y volvió.

Entre canción y canción, y a veces durante ellas, hablábamos. Era gracioso. Parecía listo. Era alto, era guapo, era joven. Y estaba en un concierto de Leonard Cohen.

Al terminar el concierto nos fuimos juntos. Él iba en coche y se ofreció a llevarme a mi hotel. Ninguno de los dos tenía idea de cómo llegar hasta ahí y a ninguno le importó.

Cuando llegamos, metió el coche al estacionamiento. Hablamos durante un par de horas. Era afectuoso, muy ingenioso. Era inquieto, interesante. Había vivido, había aprendido, se le notaba en la mirada. Y en la conversación. Pero a la vez tenía ese candor juvenil, del que sigue buscando, deseando. Esa fuerza del que es.

No tenía muy claro de qué iba eso, si había algo más, si había ahí más señales que interpretar. Así que no pensé más y simplemente sucedió. La noche, el encuentro, la conversación, sucedió. Y luego me despedí y me fui a mi habitación. Sola, por si alguien tenía la duda. Y él se fue a su ciudad. Sin un móvil, sin un correo, sin un agrégame en el Facebook.

Pura irrealidad. Pura fantasía. Sin próximos encuentros que cambien y corrompan el primero, tan diáfano y crujiente. No sé si él quería otro final para esa noche. No sé si yo quería otro final. Pero me gustó ese. Sin accesorios. Sin promesas. Sin euforias. Sin ofrendas.

Yo no sé si a él le ocurren esas cosas a menudo. A mí, desde luego, no.

Me fui a mi habitación, sola, y dormí. Una buena noche, pensé, una noche perfecta.

No sé si perdí una oportunidad de algo, pero sé que gané un recuerdo perfecto. Y esos también hacen falta.


En su honor y porque hablamos de esta canción, aquí va No todo va a ser follar, de Javier Krahe.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El chico de Canadá

El concierto comenzó con Dance me to the end of love. Una gran elección.

Pedí el día en el trabajo con meses de anticipación. De todas las formas posibles: recuperando las horas otro día, por el día de vacaciones que me queda, a cambio de mi inexistente alma. Tres peticiones como tres soles con sus tres preciosos formularios.

Petición 1: Denegada porque no tienes más vacaciones (aunque luego me informaron que no sé qué día de noviembre no tengo que ir a trabajar por vacaciones).
Petición 2: Denegada por pedirla con demasiado tiempo de antelación (se ve que no les gustan los planes a largo plazo a los chicos del departamento de turnos).
Petición 3: Denegada por falta de autorización de mi jefe inmediato (sí, el mismo que me dijo: Todo bien, yo te la autorizo y no tienes problema).

Más o menos a esta altura fue cuando me di cuenta de que estaba pidiendo el día equivocado.

Antes de pedir el día bueno me informé en el departamente de turnos, hablé con mi jefe inmediato, llamé de nuevo a turnos, de nuevo hablé con mi jefe. Yo solo quería saber la manera más segura de hacer media jornada el día del concierto, lo cual me daba el tiempo justo para llegar a la estación, coger un bus y llegar dos horas después a mi destino, unos cuarenta minutos antes de que empezara el concierto. Entre todos los involucrados diseñamos el mejor plan: tendría que hacer la petición ya empezado septiembre y mi jefa (la de ese día, es que me lo cambian cada semana) me aseguró que lo autorizaría. De todas formas, cuanto más tarde pidiera el día, más tarde sabría si me lo daban y más emoción tendría todo esto ¿no?

Mientras tanto me entretenía esperando la fecha en que comenzaban a vender las entradas -que cada vez se alargaba más-, comprando luego una por teléfono porque por internet aparecían como agotadas en todos lados, buscando un hotel digno, barato y cercano (logré una de tres), verificando los horarios de transportes de la única empresa que podía llevarme y que tiene la política de no vender anticipadamente los billetes de autobús, permitiéndome así la divertida sensación de no tener asegurado el transporte hasta cinco minutos antes de que saliera el mismo, ya que esa era la hora en la que podría llegar yo a la estación si caminaba más bien rápido al salir del trabajo, a fin de pasar dos horas para llegar a una ciudad a más de cien kilómetros de la mía.

Y todo salió bien. Salió perfecto. Los de turnos me dieron el medio día que necesitaba, mis piernas respondieron -no sin consecuencias de tipo muscular- para llegar a tiempo a la estación, aún había billetes de bus, conseguí el último taxi en aquella ciudad, el hotel existía y mi reserva también, llegué a tiempo al espectáculo y hasta encontré un asiento maravilloso.

Lo conseguí.

Yo vi a Leonard Cohen.

El concierto comenzó con Dance me to the end of love. Una gran elección.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Real

A veces te sientas ante esta página en blanco sin saber qué decir. Otras, te has sentado muchas veces y borras todo lo escrito. Algunas intuyes de qué quieres hablar pero no sabes cómo.

Y a veces, todo a la vez.

Hay unas cuantas cosas que podría cambiar de mi vida. Ya sabéis, algunas que quiero y no me atrevo, otras que quiero y no puedo. También hay otras que no quiero cambiar. Pero también cambian. Ya lo dice la canción: Cambia, todo cambia.

Hay una parte de mí que se reprocha constantemente el sentir. Llamémosle La Crítica. Cuando algo le parece absurdo, incluso -o sobre todo- cuando algo que duele le parece absurdo, emerge esa parte y replica: no deberías sentirte así.

Es verdad, soy emotiva, y la lista de cosas que me duelen se multiplica con facilidad. Y a veces me gustaría ser de otra manera. Pero no lo soy. La verdad es que no lo soy.

Mañana, si todo sale bien (y lo digo porque se me ha complicado el plan desde todos los puntos posibles) iré a ver a Leonard Cohen. Sí, el que hace dormir, según mi prima N. Y también, por otro lado, probablemente mi mayor mito musical.

Un día te pregunté si sabías quién era Leonard Cohen. Me dijiste que no. Y aún así. Aún así.

La Crítica entra en escena. Se pone al mando. Manda con claridad sus mensajes: no tiene sentido, no hay manera, es absurdo, es irracional. Y tiene toda la razón. Sentir, a veces, es todo eso. Y más.

Pero con toda su perdida en el camino lógica, cuando siento algo, lo siento.

Si mañana en el concierto suena Who by fire, seré muy feliz. Una canción que habla de la muerte. La más hermosa que conozco.

Tú dijiste que no sabes quién es Leonard Cohen.

La Crítica tiene razón: no tiene sentido, no irracional, es absurdo. Pero ¿sabes qué? Hay algo que sí es: es real.

Lo que ocupa, lo que busca, lo que será, eso no lo sé. Sospecho que no demasiado. Pero real es.

Tranquilo, no pasa nada. Eso no significa que me vuelva loca. Simplemente siento algo. Y hartita estoy de negar lo que siento. Porque, por difícil que me resulte, no se controla lo que se siente. ¡Coño! Así es, te sorprenderá o te tocará los huevos, pero cuando sientes algo, lo sientes. Y eso tampoco significa que vaya a dominar mi vida. Solo que lo siento. Al mirarte, lo siento. Es real.

Mañana iré a ver a Leonard Cohen. Tú no sabes quién es. Quizá escuche en vivo Who by fire. Me encantaría.

También me encantaría contarte un día lo que me haces sentir, pero es probable que no me atreva.

Pero ¿sabes? Es real. Absurdo, ilógico, irracional. Y también real. Lo que siento, lo siento. Es real. No me preguntes el nombre, la intensidad o el alcance, porque se me escurren las palabras. Pero lo siento, es real.

Real.

P.D. No puedo creer que no sepas quién es Leonard Cohen

Who by fire, de Leonard Cohen