jueves, 22 de julio de 2010

Sonreír

Me he despertado temprano en la casa de la playa. Dentro, todos duermen. Son las personas que más me importan en el mundo. Yo me siento en el patio y tomo café mientras escribo esto. Y miro los tejados de las casas y el mar, el eterno e imparable mar. Y siento la brisa fresca de mi país.

En realidad creo que no necesito mucho para ser feliz.

Leí hace poco una entrevista a Andrés Calamaro. Decía que de todos es sabido que los poetas necesitan la fertilidad de la profunda decepción sentimental. Sí, lo he oído. A escritores profesionales, a aficionados; yo misma lo he sentido.

Qué fecundo es el dolor. Qué fácil salen las palabras cuando parece que en el propio cuerpo no cabe tanta amargura, cuando el dolor de un amor perdido te rompe en millares de astillas.

Creo que el amor es la más sublime invención cerebral para perpetuarnos. Es improbable escapar a los mandatos de nuestra genética, por más que sublimemos o racionalicemos nuestros instintos.

Es un misterio el amor. Y algo bastante serio, para mí. Prefiero casi siempre hablar de atracción. De todas formas ¿no es así como nace el amor?

A veces te encuentras con alguien que racionalmente parece tener todas las papeletas para traspasar la atracción. Pero no sucede. Puede que algún día se explique científicamente todo lo que sentimos. Pero mientras tanto, y creo que aún en ese momento, hay un punto inexplicable, un algo invisible, el pegamento que aglutina el resto de los componentes. Lo sientes en el estómago comprimido, en el corazón acelerado. Puedes racionalizarlo todo, verbalizarlo todo, menos eso. La chispa. La sientes o no la sientes.

La chispa no es, desde luego, amor. Pero es quizá una atracción que supera la conciencia. Es poderosa.

A veces te encuentras con alguien que parecería adecuado. Y te esfuerzas para que funcione. Y piensas: la chispa no es real, puedo vivir sin ella. Buscas ventajas, alicientes. Sustitutos, quizá. Aunque sientas que estás recompiendo un viejo matrimonio gastado, cuando lo que tendrías que estar haciendo es flotar. Yo lo he intentado, y no me sale. Si no hay chispa, no me sale.

Y sí, a veces la chispa surge en el lugar menos adecuado, con todo en contra, llena de improbabilidad. Y tienes algunas opciones que tomar. Puedes fingir que no está y barrerla bajo la alfombra. Pero no tiene intención de desaparacer, vuelve, siempre vuelve. Está ahí. Y puedes decidir ignorarla, o lanzarte a ella o mil opciones más. Pero está ahí.

Está ahí y te hace sonreír.

Yo no tengo ganas de sufrir la fertilidad de la fecunda decepción sentimental. Tampoco me apetece intentar arreglar algo donde no surge la chispa. De hecho, no tengo ningún plan.

Quizá, solo, sonreír.

En realidad creo que no necesito mucho para ser feliz.

Yearnin', de The Black Keys.

viernes, 16 de julio de 2010

O empezar

El verano es un estado mental que a veces no acaba de llegar. Pero uno se va olvidando del invierno, de que te pasas meses con el paraguas en la mano y con medias gruesas bajo los pantalones.

Hoy me voy de festival. Polvo, cubatas malos, música. Y podré escuchar en vivo lo que abajo adjunto. Hace dos años los iba a ver por primera vez. Inaguraba este blog y lo hacía con otra canción suya. Ayer, que más bien fue hoy temprano, cerraron con esta canción el sitio ese donde uno va cuando cierran todos los bares. Era el fin de fiesta. Encendieron las luces y ¡ala! Copenhague. Nunca fue mi canción favorita de ellos pero ayer, encendieron las luces y sonó. Miré a mi alrededor. Uno nunca sabe nada, de nada. No sabe nada de la gente, especialmente de la que tiene cerca. Pero yo estaba ahí, con las luces encendidas y Copenhague sonando. Me agarré a una espalda amistosa y bailé. Coño, cómo me gusta bailar pegados. Y apoyé mi cabeza en su pecho mientras sonreía y cantaba Dejarse llevar suena demasiado bien, jugar al azar, nunca saber dónde puedes terminar. O empezar.

El verano es tiempo de hacer lo que dé la gana. De que no haya obstáculos ni miedos ni dudas. Es sol, y agua helada. Son chicos jóvenes bailando en la pista mientras yo los observo. Son esos que tenía al lado, todos hermosos, todos luminosos, todos míos sólo por ese instante.

Si os contara mi noche os reirías mucho conmigo. Me lo pasé pipa. Dios, el que no existe, sabe que lo merecía. Merecía esas confesiones, merecía mandar a la mierda al guaperas ese (tres veces), merecía cantar Ojalá a voz viva. Y bailar sentada a Lady Gagá. Merecía reencontrarme esa mirada, la de aquella vez. Y volver a ver una vez más a esa otra, la de siempre, la de nunca. Merecía vestirme con esa camiseta amarilla de las rebajas que me sienta como dios, el que no existe. Merecía morirme de hambre y que aquel sitio estuviera cerrado. Merecía pensar "quiero que me mires ahora" y girarme, y ver que me veía. Merecía preguntar ¿conoces a este chico? Merecía esos dos besazos de despedida. Merecía que lloviera y ser la única con paraguas. Merecía dar un regalo. Merecía Copenhague. Merecía que se encendieran las luces y sonara esa canción. Merecía mirar a mi alrededor y saber que todos esos que tenía al lado, todos hermosos, todos luminosos, eran míos por ese instante. Merecía bailar agarrada.

El verano es un estado mental. Mi verano se parece a Copenhague. Mi verano es ese instante preciso. Dejarse llevar suena demasiado bien, jugar al azar, nunca saber dónde puedes terminar. O empezar.

Mi verano empezó ayer.

Dejarse llevar suena demasiado bien, jugar al azar, nunca saber dónde puedes terminar. O empezar.

O empezar.


Copenhague, Vetusta Morla.

lunes, 12 de julio de 2010

Estar vivo

Huele a hierba mojada. Y a mar. Me estoy tomando un café en el chiringuito de la playa con una vista espectacular de fondo. Y pienso: Esto es el puto paraíso. (Lo siento, soy un poco malhablada. En casa me llamaban camionera).



A veces me han reprochado no ser clara en este blog. En lugar de escribir: Hoy me he quemado un dedo, y duele un poco, soy más de ir directamente al duele un poco y claro, no siempre se entiende por qué. O lo qué. Imagino que es una cuestión de estilo o un modo de contar. O quizá es simplemente vergüenza.

Yo supongo que las cosas, aunque empiecen mal, pueden acabar bien. O empezar bien y terminar regular. No sé. No creo en las señales, en el destino o en los dioses, ni siquiera estoy segura de creer en la suerte o saber lo que es el azar. Así que supongo que cualquier combinación es posible.

Pero lo cierto es que hace poco me despedí de alguien con quien las cosas empezaron, en un primer y glorioso estallido, bien, más que bien; en seguida, cuando empezaron de verdad, mal, muy mal; y ahora, terminaron. No sé si terminaron bien o mal, la verdad, solo que terminaron.

No basta, desde luego, con querer que las cosas vayan bien.

El amor es una cosa bastante extraña. Enamorarse. Después ya vendrá la vida real con sus compromisos, sus pactos, la convivencia, yo qué sé. Pero primero, está enamorarse.

Enamorarse. Perder la cabeza. No caber en las razones. Que el tiempo se detenga. Que el deseo te condene. Que el mundo brille. Que tú brilles con él. Que cada pequeña cosa encaje. Que todo parezca posible. Que atisbes por un segundo el equilibrio del universo. Que creas que nunca nadie ha podido sentirse así. Que sientas que has nacido para ese momento. Que todo valga la pena, que todo tenga sentido. Enamorarse.

Después vendrá lo demás, pero primero, enamorarse. Enamorarse es todo magia. Ajeno a cualquier explicación. Aunque no sea más que química cerebral y patrones incoscientes. Enamorarse es milagro. Es impalpable como la niebla. Inasible.

Pero a veces no basta con querer que las cosas vayan bien. Con creer que todo irá mejor. A veces, no es así. A veces, quieres que todo vaya bien, pero no va. Y cuando no va, sabes lo que hay que hacer. Y sabes que dolerá. Y sabes también que ese dolor pasará.

Hoy, es verdad, me he quemado un dedo.
También me he despedido de alguien.
Y duele, sí señor, duele un poco.

Es lo que tiene estar vivo.

jueves, 8 de julio de 2010

Nada

Se abrazaban en la cama. Empezaron a hablar de aquella primera vez en que se conocieron y todo salió muy mal. Muchos malentendidos, unos sobre otro como un castillo de naipes que al menor viento se derribó llevándose también la posibilidad de forjar algo. Un tiempo después se reencontraron y pudieron aclarar lo que había sucedido. Ahora se abrazaban en la cama y hablaban de aquella vez.

Ella le contaba que, quizá por aquel mal comienzo, tenía un poco de miedo. A que las cosas fueran de nuevo mal, a que reinaran otra vez los malentendidos. Miedo a que las cosas no funcionaran.

¿Qué puede pasar?- dijo él, seguro, tranquilo, con la serenidad de aquel que, quizá, nunca ha sido verdaderamente herido.

¿Qué puede pasar?- dijo él.

¿Qué puede pasar? repitió ella en su mente mientras miraba sus ojos dulces. ¿Que qué puede pasar? Puede pasar que me conozcas, que me conozcas de verdad y dejes de querer estar conmigo. Puede pasar que no me atreva a ser yo, que busque formas de mostrarte un yo mejorado. Puede pasar que yo sienta mariposas en el estómago cuando voy a verte y tú no. Puede pasar que te des cuenta de que no soy tan graciosa ni tan interesante como te parecía antes. Puede pasar que un día te hartes de mis manías, o yo de las tuyas. Puede pasar que de pronto, simplemente se agote la magia. Puede pasar que dejes de desearme. Puede pasar que yo empiece a desear a alguien más. Puede pasar que un día te pregunte si me quieres y no digas que sí. Puede pasar que no seamos el uno para el otro, y que nos hagamos daño mientras lo descubrimos.


¿Qué puede pasar?- dijo él, sereno, tranquilo, con una leve sonrisa, mientras la abrazaba en la cama.

Y ella, mirando sus ojos dulces, mientras apoyaba la cabeza en su pecho, le respondió: Nada.

sábado, 3 de julio de 2010

Nostalgia

Hoy he salido de juerga. He vuelto pronto. Hay días en que lo que te apetece se encierra en las paredes de lo que llamas tu casa. Hay días que se cubren con la prolongación de tu nostalgia.

La RAE dice que la nostalgia es la tristeza melancólica por verse ausente de la patria o de los amigos. Qué cortas son las palabras, qué poco alcanzan a explicar.

Hoy he vuelto pronto a casa y he seguido ese consejo para no tener resaca (una rodaja de limón y dos vasos de agua). Estoy en pijama, uno viejo y cómodo, de esos que nunca me pongo cuando estás tú. La nostalgia de lo que se anhela, de lo que quizá se necesita para no caer en un error, no se llama nostalgia. Pero la RAE no me sabe explicar lo que yo misma desconozco.

A veces la nostalgia informe, la que no cabe en el diccionario, se te presenta como una mantita de invierno que te envuelve con suavidad. A veces es un respingo, que se aparece de pronto al tener cerca esa mirada cálida, cómoda, que parece empeñada en encerrar siempre tus dudas, en recordártelas. Que te hace volver a preguntarte si te equivocaste.

Hoy me ha salido una arruga nueva. En la frente. Quizá son los treinta y cinco. O quizá los días y días que llevo de juerga festejándolos. O quizá la nostalgia. No la de la patria ni la de los amigos. La otra. La nostalgia de tus palabras.

En la esquina inferior izquierda de la pantalla de mi móvil se pinta una flecha roja cuando llega un mensaje. Hoy no había ninguna.

Hay días en que todo cuadra. Salen las cuentas, las cosas marchan. Y hay días que no. Días en que aparece un reborde, una arista. En esos días la nostalgia te abraza como una amiga, y tú te dejas. Y sabes que lo que quizá necesitas es esa palabra que no llega. Una muestra, una evidencia. Algo que te haga sentir que no te equivocaste.

Porque mientras esas palabras no llegan y te dejas abrazar por la nostalgia, a veces, se acerca esa mirada dulce, tan dulce. Y tienes miedo de haberte equivocado. Y tienes miedo de equivocarte ahora. Y tienes miedo de que aquellas palabras no lleguen.

Y decides irte a casa. Pronto. Abrazando a tu nostalgia.