martes, 3 de enero de 2012

Compartimento

Yo Nezahualcóyotl lo pregunto:
¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra?
Nada es para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
Aunque sea de oro se rompe,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Yo lo pregunto, Nezahualcóyotl (1402-1472)

Es verdad que la inconstancia con la que manejo este blog no es más que un reflejo de mi vida en general. Tengo algunas virtudes, pero esta no es una de ellas. Una pena. Dicen que es la clave del éxito. Les creo. Aunque tampoco sé qué es el éxito. Hay huecos y lagunas constantes en mi lenguaje desde que las certezas y yo nos dimos la espalda. Quizá antes era más fácil, había una especie de hilo conductor que le daba sentido a todo, o a casi todo.

No digo que ahora sea más difícil, solo que es diferente. Desde que las certezas y yo nos dimos la espalda, es como si las cosas fueran, en sí, por sí mismas, encerradas, sin conectarse, sin comunicarse. No hay causas y consecuencias, no hay obviedades, no hay líneas rectas. Como si cada apartado, cada concepto, cada instancia de mí y de mi vida estuviera dentro de un cajón, en uno de esos muebles compuestos de un montón de cajoncitos y que me encantan y que yo creo que son chinos pero no lo sé y de los cuales me gustaría tener una foto propia para poner aquí, pero no tengo así que no pongo nada porque no me gusta enlazar fotos de otros sitios porque no entiendo la ley SOPA ni ACTA ni sé si hay otras y temo que un día venga a por mí la policía por usar una foto que no es mía en mi blog.

Compartimentos. Cerrados, separados, independientes. Hay montones y montones y nunca sabes lo que vas a encontrar en ellos. Unos están recién estrenados, otros se han quedado vacíos; a saber lo que guardaban antes.

Hace unos días fui a una entrevista de trabajo. De hecho, dos. Primero con la empresa de trabajo temporal y al día siguiente con la empresa de verdad. Para un puesto de los de antes: una empresa seria y en crecimiento, un contrato fijo, un sueldo digno, una rareza, vaya. Como había que incorporarse el lunes y hoy es domingo a mediodía intuyo que no fui elegida. Ala, cajón cerrado.

En los años en la Universidad había un chico con el que nunca tuve una relación continuada, ni una relación en sí, y sin embargo a veces pienso que fue un gran amor. El sentimiento era mutuo, las afinidades profundas, el cariño sólido, pero era como si siempre aparecieran cosas, momentos, personas, que nos distrajeran de hacerlo real. Estuvimos años esperando el uno por el otro, el otro por el uno mientras la vida sucedía. Hace unas semanas vi unas fotos que publicó en una red social con su novia, embarazadísima. Y sentí esa extraña y honda nostalgia que se siente por lo que nunca pasó. Y luego cerré el cajón.

Hay cajones que guardan insultos, otros, borracheras, amigos, mentiras, el colegio de monjas, los libros que presté y no me devolvieron, el día que volví a fumar, la playa en invierno, el día que choqué contra una moto, la risa de mi sobrino M., el día de resaca que alguien fue a comprar un croissant para que yo desayunara... y así y así.

Cada uno, en su compartimento. Inasibles, perfectos, falsos, rotundos. Como si no se rozaran, como si no se reconocieran. Como una historia inconexa que de alguna manera resulta en este preciso momento mío, sentada en la cocina fría en bata con un café y un cenicero sucio.

Quizá ese mueble repleto de cajones es una especie de Aleph personal. Donde cabe todo, desde todos mis puntos de vista. Donde un cajón lleva a otro y a otro, anterior, posterior, mi memoria, mi fantasía, y que contiene mi, en palabras de Borges, "inconcebible universo".

Por supuesto, nada de esto tiene demasiada importancia y desde luego, es improbable que lograse explicar lo que tenía en la cabeza. Pero, como soy la que soy, huyendo de las certezas me encuentro de frente con las intuiciones, con los deseos. Y recuerdo que hay quien ya ha dicho lo que yo quiero decir, en lo que para mí es el mejor comienzo de un relato. La primer frase de El Aleph:

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.

¿Os conté alguna vez que, al despertar una mañana de resaca, alguien había ido a comprar un croissant para que yo desayunara? No es una noticia como para salir en el telediario (aunque como están algunos medios de comunicación tampoco me extrañaría, aunque esa es otra historia), pero es uno de esos cajones recién estrenados, perfectos, luminosos.

Ese, de puro gusto, lo dejaré abierto un ratito.




sábado, 15 de octubre de 2011

Hola

Y de pronto las cosas, los deberes, los saberes, se vuelven frágiles. Y aparecen sin más las ausencias obvias, se manifiestan, se esclarecen, son; justo lo único que les pides que no hagan. Y de repente te encuentras con la obviedad, la que has luchado por distraer, la que escondes con diligencia, la que te has hecho un campeón en disimular. Hoy, olvídate. Hoy no duran más los pretextos. Preciosa palabra: pre- texto. Lo que está antes del texto. El texto es armadura, es armazón, es creación. Antes de él, lo natural, lo obvio, la vida.
Muchísimo me ahorraría si contara ahora mismo mis penas de amor, si las tuviera. Ganaría sin duda en solidaridad, en complacencia.
Si yo lo tengo todo programado, os lo juro, organizado. Pero luego no me sale. Las penas de amor se me han atrofiado. Las penas de cariño ni me las planteo. Las penas en general son tan superficiales que me avergüenzo de contar con ellas.
Porque hace tiempo que no son ellas. Son otras, compactas, agudas. Son otras las que me atormentan. Precisas, cortantes.
Las penas, sí, con pan, son menos. Y por ahora sigue habiendo pan. Y también una especie de mutismo que me impide siquiera nombrar. Y si yo supiera cómo, y si yo supiera cuándo, y si yo supiera lo qué.
Si yo fuera rica, me pasaría la vida entera viajando. Eso lo sé desde hace mucho. Pero también sé que, si yo fuera rica, hoy, me pasaría la vida viajando, del verbo huyendo.
Y no me gusta. Y no lo quiero. Y no lo entiendo. Pero ahora mismo no sé contar otra cosa. No sé decir más que eso. No sé ser más que eso.
Hola, me llamo Leola, y estoy asustada.

lunes, 3 de octubre de 2011

Pájaros

Hoy me han traído el café con sacarina. Lo decidió así, por iniciativa propia, el camarero. A lo mejor es una indirecta, claro. El caso es que estaba buenísimo. Y recordé que yo antes lo tomaba siempre así. Ni idea de por qué, ni idea de cuándo decidí dejar de hacerlo.

¿Cuántas grandes decisiones tomamos en la vida? ¿Diez, una? ¿Y cuántas pequeñas decisiones tomamos al día? ¿Cien, veinte? Quizá ninguna, quizá nos movamos automáticamente. Quizá ya están todas tomadas, de antemano, ni siquiera por nosotros. Sin saberlo.

Nos creemos libres por poder decidir un destino de vacaciones, o entre un cubata de ron y una cerveza, o entre una escuela u otra para nuestros hijos, o cincuenta cosas más. Pero, no sé, entre la genética, las leyes de la física, el inconsciente, la cultura, el sistema... Quizá incluso se nos pone en la tesitura de "decidir" para que creamos que somos libres de hacerlo cuando en realidad estamos totalmente atados y todo está decidido, o las opciones son insuficientes; o quizá haya muchas cosas que tendríamos que, o podríamos decidir y ni siquiera conocemos.

Leí un artículo hace un millón de años (lo que viene a ser en la universidad) sobre la "libertad" de los animales. O la no libertad, vaya. Un animal hace "lo que tiene que hacer", se supone. No "decide", o al menos no que nosotros nos enteremos. Un pájaro nace y es alimentado, luego aprende a hacerlo solo, aprende a volar. Un pájaro vuela, se encuentra con otro pájaro, copulan, hacen un nido, tienen huevos y nacen polluelos y así. (Me he tomado todas las libertades biológicas posibles, que soy de letras.)

¿No hay libertad ahí? ¿No deciden al elegir una rama y no otra para su nido? ¿Somos muy distintos? ¿No creéis que una superinteligencia podría estudiarnos a nosotros y llegar a la misma conclusión que cuándo vemos a los pájaros? Con, según cómo se cuente, sutiles diferencias, llevamos siguiendo un patrón desde hace ciento cincuenta mil años. Y no es tan diferente a salir de un huevo, ser alimentado, aprender a volar...

Ya, ya, tranquilos, no sigo. Casi casi seguro que no seré yo quien resuelva el debate acerca de la libertad humana. Solo os quería contar que a veces pienso estas cosas. Y palabras como caos, desaguisado y sinsentido cobran toda su fuerza.

Aunque es cierto también que, a veces, pienso otras cosas. Pienso en lo que me pasa a veces cuando voy a un concierto. La última vez, uno que ni siquiera me entusiasmaba especialmente. Y de pronto ahí, con los músicos ejecutando sus canciones a unos metros de mí, lo vuelvo a sentir: es como magia. Es, quizá, la fuerza de crear. Una especie de hormigueo, una electricidad sutil que no sabes de dónde viene, pero que reconoces. Es la sensación de que esas notas nunca han sido y nunca serán tocadas igual. Es algo a donde las definiciones llegan maltrechas.

Me pasa a veces con la música en vivo, y hoy me pasó en la biblioteca. Todos esos libros de distintos tamaños y colores acomodados en sus estantes están siempre ahí. Pero hoy había algo más. Algo distinto. Y vi de pronto además de los tomos y sus colores y sus letras, los esfuerzos, los tiempos, las pasiones de la gente que los ha escrito. Las frustraciones, los apuros, las complacencias, las búsquedas, las ansias. Las dificultades, los intentos, penurias y gozos. La tenacidad por expresar lo que sólo una voz particular puede contarnos, la mirada única que nadie más puede tener.

Magia.

Una vez vi a los ojos a un gorila. O puede que sea un recuerdo inventado. En todo caso, no soy yo muy de alabar a la raza humana. Sin embargo hoy, en la biblioteca, además de los libros de siempre, vi todo aquello. Vi a los que escribieron en su tiempo libre en la campiña inglesa del siglo XVI y a los que lo hacen mientras recorren kilómetros de un trabajo mal pagado a otro en una de esas grandes ciudades de nuestros días. A los que se despiertan antes que los demás en casa para seguir en tranquilidad con la historia que tienen en mente. A los que fueron quemados por escribir tal o cual cosa. A los que escriben a escondidas. A los que escribir les cura el alma. A los que nunca vieron nada suyo publicado y hoy en día son genios muertos. A los que escriben mal, a los que tienen una historia y no saben cómo contarla, a los que no saben qué contar pero quieren intentarlo. Todos, todos ellos y todos los demás estaban hoy en esa biblioteca.

Y yo también estaba ahí. Y con solo estirarme un poco podía alcanzar cualquier libro y encontrarme con ese mundo único del autor.

Magia.

Volar está bien, no digo yo que no. Pero me quedo con los libros.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Hidrógeno

De todas las materias que cursé en mis años mozos, probablemente la química era la que peor se me daba. No entendía las matemáticas, pero me resultaban divertidas hasta cierto punto. Pero la química ni la entendía ni me gustaba. Cuando, en no sé qué curso, pasamos a química orgánica, fue el acabose. No hubiera entendido menos si la profesora las explicara en japonés. No tenía ni la más remota idea de lo que me hablaban.
Solo aprobé cuando una alegre compañera que iba para médico me acogió una tarde antes de mi última oportunidad -en forma de examen extraordinario- para hacerme memorizar, sin pretender ya que razonara algo, lo mínimo para no dejar la materia para otro año. ¡Gracias C!
De todas formas, siempre me han interesado las ciencias. Pero de esa manera en que nos interesan a los que nos compramos revistas al respecto o leemos libros de los temas que sí nos gustan pero nos saltamos las partes que contienen fórmulas. No, de química orgánica no. De todas maneras, leyendo uno de estos libros me enteré de la historia de la tabla periódica de los elementos químicos. Cuando la creó Dmitri Mendeléyev, dejó espacio para elementos desconocidos hasta entonces, dejándoles hueco en la tabla. Porque suponía, intuía, que aparecerían. Acertó.
Y dirá mi estimado y ficticio público ¿pero qué tonterías estás contando?

¿Os dije que me salió la tercera arruga? Pues sí. Creo que será mejor que deje de contarlas. Me hago mayor. Lo sé porque me salen arrugas en la frente y porque echo de menos a mi padre y porque pienso en el futuro de mis sobrinos y porque se me ha pasado el tiempo para muchísimas cosas y porque a veces, solo a veces, quisiera volver a sentir algo que perdí hace un tiempo y ni siquiera sé si quiero recuperar. Solo por tener de nuevo aquella inocente sensación de creer que todo va a ir bien. Me hago mayor, lo sé porque ya no me lo creo.

Estos días, jugando al Trivial me enteré de que el hidrógeno fue descrito por primera vez en el siglo XVI pero no se supo que era un elemento químico nuevo hasta 1766. Y yo pensaba ¿cómo tardaron tanto? Si es el elemento más abundante del universo, representa más del 90% de la materia conocida y es el más sencillo de formar.

Yo, de química no sé nada, pero como el bueno de Mendeléyev, intuyo algo. Que aquí hay una moraleja, no sé, una lección, algo que aprender. Algo que quizá tenga que ver con que ni siquiera la obviedad hace visibles las cosas. O con que cuando todo encaja los huecos en blanco se llenan tarde o temprano.

Pero, no os voy a mentir, mi estimado y ficticio público, puede que lo que intuya sea, realmente, que ya no me creo las moralejas, ni las lecciones, ni que todo va a salir bien, ni que la justicia exista, ni siquiera las intuiciones. Ni los consejos, ni las voluntades, ni los dioses, ni los demonios.

Y supongo que todo esto me parecería normal en mí si fuera uno de esos días tristes en que las cosas no han ido bien o mis hormonas me atizan una tunda. Pero no. No es un día de amores rotos ni desencuentros; dormí bien, comí mejor y en estupenda compañía y estoy fresca y rozagante fumándome el primer pitillo de la semana. Será, entonces, que así son las cosas. Será que siempre fueron así. Será que yo quería creer en algo distinto.

Será que me hago mayor.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Ca-ca-hue-tes

Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana (o lo que es lo mismo, hace unos años cuando vivía en otro país y juro que me parece otra galaxia) tuve que ir a cenar por no sé qué pretexto con todas las mujeres de lo que entonces era mi familia política. Veintipico mujeres de variopintas edades, gustos, aspiraciones con poco más en común que el azaroso lazo de la consanguinidad. Como si fuéramos amigas. Como si nos importáramos. Gran error.
En algún momento salió a la conversación M., hermana de una de las presentes, conocida por todos y parte de mi círculo extenso de amigos (esto es, resumiendo, esa gente que si haces una fiesta pequeña no invitas, pero si haces una grande sí; es un concepto inventado por mí que os dejo utilizar).
M., que entonces estaba en la mitad de la veintena, tenía un novio más o menos formal. Ambos acababan de terminar sus estudios universitarios y estaban en ese precario momento laboral en que se pilla cualquier trabajo para sobrevivir, obtener experiencia y esas cosas que la sociedad te invita cordialmente a hacer so pena de exclusión social (momento, por cierto, en el que yo permanezco diez años después).
Salió el tema de si M. se casaría pronto (en aquella galaxia casarse era una cosa muy normal y esperada; de hecho no había más opciones, so pena de exclusión social). Su hermana, a quien para conservar su anonimato llamaremos La Gilipollas, declaró contundentemente: ¿Cómo van a casarse, si con el trabajo que él tiene no podría mantener a mi hermana? Si está muy bien que sean novios y eso pero ¿casarse? Si él gana cacahuetes, ca-ca-hue-tes.

La frase me pareció tan triste, humillante, indigna, retrógrada, en tantos niveles que no voy ni a explicarlos.
Ca-ca-hue-tes. Como un mono de circo. Hay gente que se aprende muy bien la lección de lo que otros le contaron que debía de ser la vida. Otros, sin embrago, decidimos averiguarlo por nuestra cuenta. Aunque esto es una interpretación y supongo que en verdad todos fluctuamos entre ambos estados sin siquiera enterarnos. Pero gente como La Gilipollas te recuerda por qué elegiste tu bando a pesar de que probablemente sea el camino menos fácil en la práctica.

Hace unos días me senté en una terraza con mi amigo P. a tomar una copa. Nos pusieron una cestita con cacahuetes. Como cuando te encuentras una moneda en la calle: es una tontería, pero te hace feliz.

No sé qué ha sido de La Gilipollas, ni me interesa, pero sé como son las cosas en aquella galaxia y probablemente siga teniendo un marido que la mantiene, hijos que van a una universidad privada, una casa grande en un barrio elegante, coches que denoten su estatus. Ojalá esto y todo lo demás la haga feliz, porque a mí los prejuicios me hacen pensar que la gente que hace las cosas porque hay que hacerlas -so pena de exclusión social- y que se atreve a hablar de la gente con términos como ca-ca-hue-tes, no sabe lo que quiere, no sabe quién es y no es feliz. El problema, desde mi perspectiva, no es no saberlo, es no habérselo preguntado nunca.

Lo que es yo... respuestas más bien pocas, pero de preguntas voy sobrada. Y a veces, no necesito más que un amigo, una buena conversación en una terraza y un cestita con cacahuetes para ser feliz.

Y por cierto, M. sí que se casó con aquel chico y tienen dos hijos sanos y sonrientes. Yo, por mi parte, no he cumplido con ninguno de los cánones que se me exigían en aquella galaxia -so pena de exclusión social-.

Quizás es por eso que, a veces, me basta una terraza, un buen amigo y unos cacahuetes para ser feliz, aunque sea por un rato.

Quién sabe, a lo mejor el secreto está en los cacahuetes. Ca-ca-hue-tes.

lunes, 18 de julio de 2011

Es julio y hace frío

Cielo completamente nublado. Hace un frío importante para ser julio más tirando a ya me voy que a acabo de llegar. Estoy en una terraza, en casa está mi madre. Ya sabéis, relaciones cortantes tirando a inexistentes. Cosas de la adolescencia, ya se le pasará. Escribo desde mi regalo de cumpleaños. Una especie de portátil pequeñito. Osea, portátil. Para mí, ocho años no son tantos, pero mi anterior ordenador opinaba distinto. Así que puestos a renovarlo me decidí por un dispositivo acorde con los tiempos de hoy, transportable, conectable. El mundo está a un paso y hay que estar a la altura. Y por mundo me refiero a moverme de esta terraza a mi habitación, cuya ventana veo desde aquí, y viceversa. De todos modos, este mini portátil ha sido un chollo. Soy muy buena buscando chollos. A veces, incluso los encuentro. Ha sido barato, con lo que me darán de liquidación a fin de mes cubro el gasto y me sobra para un café. Ah, sí, a fin de mes nos echan del trabajo. La versión oficial es: los malos malos malos que contrataban vuestros servicios han decidido irse. La versión que todo parece indicar real es: ...para irse con nosotros a una ciudad latinoamericana donde con lo que vosotros gastáis en cafés pagaremos la plantilla.
Empieza a llover. Este julio está muy raro. De todos modos, me gusta lo raro.
Últimamente he estado leyendo sobre el universo y la física cuántica. El universo sí que es raro.

"Persona que no sabe si es joven o no de 36 años busca empleo. Sabe hablar inglés, francés, castellano y malamente gallego. Licenciada en nada y con currículum caótico. Probablemente agradable de entrada e impaciente con las personas maleducadas. Le gusta la buena vida y es desordenada. Duda, por principio. Atea y divorciada. Capaz de trabajar dos años y medio arreglando internetes sin saber cómo puede existir algo así habiendo sitios que no tienen agua en casa. Mejor no molestarle unos días antes de que le venga la regla a menos que no le importe que acabe agarrada a su hombro llorando por absolutamente nada. Le gusta el olor a mar y sus preciosas cortinas de nueve euros de Ikea. Rara. Si eso es una cualidad deseable para el puesto de trabajo, no dude en contactar".

martes, 24 de mayo de 2011

A b c d etc.

Estoy en mi cama. Un ordenador con Wi-Fi. Un cenicero, tabaco. Un mechero. Ahora mismo soy feliz.
No puedo más que escribir frases sueltas. No puedo más que pensar frases sueltas. No puedo más que iniciar entradas que solo guardo y nunca publico. No tengo idea de por qué.
Uno de estos días vi a una chica vestida de negro sentada en el suelo del metro. Uno de estos leí quinientos blogs de una sentada. Uno de estos días estaba demasiado cansada para ir al baño. Uno de estos días di de comer en la boca a un anciano senil que me insultaba. Uno de estos días soñé que salía de fiesta.
Salgo de fiesta, claro. Y me pasan cosas. "No quiero acostarme tarde porque sino no madrugo mañana y desaprovecho el día". Pero yo también quiero aprovechar las noches. Las noches también es vivir y es vivir distinto. Y no pienso renunciar a mis ocho horas de sueño.
"¿Qué harías tú si supieras que vas a morir en una semana?" Es un hecho, te quedan siete días, vas a levantar el culo de la silla de la oficina y ¿qué vas a hacer? Creo que querría decirle a mi sobrino que lo quiero, pero la verdad es que se lo dije el sábado pasado. Igual está feo irse a Japón, pero me gustaría conocerlo antes de morir.
Me parece que no escribo mucho, me parece que no entro al blog, me parece que no hago yoga, me parece que no voy al psicólogo. Estoy estupendamente pero distinta. Supongo. Estupendamente significa tan estupendamente como cualquiera, como siempre. Bien-mal, mal-bien, triste-alegre, la vida-la vida. Y no tengo ganas de pensar en ello. Ni de desmenuzar teorías. Ni de decir desmenuzar teorías.
No creo que muera en una semana, pero quién sabe. En todo caso, escribir un post completo y pinchar en Publicar Entrada puede ser una novedad. O no. O quién sabe.
Y esto es lo que hay hoy.

viernes, 4 de marzo de 2011

Universos

Ya, ya lo sé, hace tiempo que no escribo. Y hace más que no escribo en estas circunstancias: volviendo a las ocho de la mañana de fiesta. Y lo pongo en cursivas porque, sí, de la calle vuelvo, pero lo de fiesta, no sé, es subjetivo.

Hace un tiempo que me ocupa la cabeza una historia. No se le puede llamar de amor. O sí. Alguien a quien me siento muy atraída y viceversa. Alguien con quien me entiendo emocionalmente. Alguien deliciosamente afín en lo intelectual. Y motivador. E inspirador. Alguien a quien deseo. Profundamente. Y él a mí. Alguien en quien pienso. A menudo. Alguien a quien echo de menos si aparece la ocasión. Alguien con quien quiero estar. Y viceversa, casi todo, y viceversa. El problema no es, si es que lo hay, el viceversa. El problema es sentir, pensar, desear todo lo anterior y no estar enamorada.

Estoy leyendo El gran diseño y me gusta. No me es fácil entenderlo, pues habla de física cuántica, un tipo de ciencia que, si bien supera las pruebas del método científico, contradice las de la intuición del mundo normal, el que conocemos, el que observamos.

El resumen más obvio y pueril de la física cuántica está, a efectos de este post, en que las cosas no tienen causas o efectos predecibles, no hay un principio claro ni un resultado evidente. Todo está sujeto a probabilidades.

Por supuesto, nada tiene que ver la física cuántica subatómica con mis relaciones, pero hoy, mientras hablaba con él, pensaba en ello.

Los dos nos preguntábamos por qué si nos entendemos, nos gusta estar juntos, nos buscamos, nos queremos -esto último es una licencia-, nos deseamos y, como diría Calamaro, todo lo demás también, por qué, entonces, no estamos enamorados.

Y debe ser, y aquí vuelvo a la física cuántica a mi modo, porque las cosas no son lo que tienen que ser, sea lo que sea eso, ni son lo que otros esperan que sean, ni son lo que nos han contado que son. Las cosas son lo que son. Y uno puede querer, desear, compartir, extrañar, intimar y muchos verbos dulces y cariñosos más en infinitivo, sin, necesariamente, amar.

Lo más bonito de todo es para mí, sin duda, que todo esto me pase con un hombre honesto capaz de hablarlo. Con un hombre bueno. Que me escuche decir cosas como no estoy enamorada de ti ni lo estaré, pero te deseo y sobre todo te quiero y cuando te veo con alguien más siento celos. Y que dice cosas, entiéndaseme, peores. Física cuántica. Probabilidades que parecen absurdas y son sin embargo reales.

Me pregunto mil veces qué significa estar enamorada. Y sé que si me lo pregunto es porque no lo estoy. He estado ahí. Sé lo que es. Sé que esto no lo es. Pero eso no quita, no niega, ni siquiera reblandece por un instante nuestros cariños, nuestros deseos, nuestras afinidades.

Lo sé y lo entiendo. Y poder hablarlo con claridad es, por mucho, lo mejor que me pudo haber pasado. Para tener las cosas claras y no equivocarnos, porque en definitiva lo último que queremos es que nuestra relación cambie. O que se corrompa. O se malentienda.

Y yo vengo aquí a las ocho de la mañana y lo cuento. No estoy enamorada pero bla bla bla y lo hablamos y bla bla bla. Y lo único que no entiendo es por qué estoy un poquito triste.

Vanidad, supongo.

Quizá no sé lo que es enamorarse. Pero sé que no lo estoy. Y podría, porque conozco un hombre honesto y listo y gracioso y bueno y con la luz de una supernova en los ojos. Pero no lo estoy. Quizá lo esté en uno de esos univerosos paralelos, múltiples y contemporáneos, pero no en este. Y él, como compañero, como amigo, como ser humano es mucho más importante que cualquier concepto. Por apetecible que suene.

Pero sí, estoy un poquito triste hoy. Creo que es porque a pesar de la evidencia tenía ganas de enamorarme.

Veo por la ventana: amanece. Me queda claro y me alegra haberlo resuelto de la mejor manera posible, y entre los dos. Lo mejor que nos puede pasar es ser los amigos que somos. Pero hoy me voy a la cama sola, y un poquito triste.

Qué se le va a hacer.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Aviso de error

Madrugar es una cosa que no hago a menudo. No me gusta y mi situación actual no me lo exige. Así que no lo hago. Muchísimos días duermo poco y mal, pero no madrugo: me despierto al mediodía para ir a trabajar habiéndome acostado a las ocho de la mañana, por ejemplo. Pero no madrugo.

Hoy, sí. Me pregunto si por ello el aire me resultó tan distinto. Desde hace seis años que vivo aquí, hay un día al año en que se me anuncia la primavera. Por cierto olor en el aire. Hoy, fue distinto. Se me anunció el otoño.

Hoy, madrugué y el aire olía a otoño. Me pregunto por qué. La primavera huele a ofrenda, a posibilidad. A concesión, a fantasía. El otoño, no. Es contundente y parco. Es concreto, literal.

Hoy el mundo era otoño y yo estaba en él. Y pensé que sí. Que la vida es siempre otoño. Simple, obvia, real. Textual. Y que la fantasía se inventa. La ilusión, las ganas, la primavera, se las tiene que creer uno mismo. Poesía. Mentira. Metáfora.

Y aunque no sé explicar cómo llegué a ella, todo esto me llevó a una conclusión. La de que cabe la posibilidad de que algún día vuelva a enamorarme. No que alguien me guste, no que piense en alguien o que lo quiera. No. Enamorarme.

PerderLaCabezaDesearAnimalmenteVolverseLocoSoloQuieroEstarContigoExplosiónFuegosArtificialesElMundoBrilla. Lo que sea que sea enamorarse. Y me asustó. Enamorarse es genial. Pero la última y única vez que estuve enamorada las cosas se pusieron jodidas. Y esa es mi única referencia: las cosas, también las geniales -¿o especialmente las geniales?- se acaban y hacen pupa. Mucha pupa.

La otra posibilidad es, por supuesto, que nunca me vuelva a enamorar.

Tengo malos días. Hoy no es uno de ellos. A veces me noto pesimista. Hoy no. Me parece solo una idea obvia, real, concreta. Otoñal.

Me pregunto si tiene sentido intentar otros caminos. Relaciones que acompañan, que comparten, que abrazan, pero sin ese PerderLaCabezaDesearAnimalmente...

Me pregunto si aquel enamorarse mío no fue en más bien otra cosa más parecida a un vicio, una necesidad, una dependencia.

Me pregunto si más que escéptica soy cínica.

Me pregunto qué es enamorarse.

También me pregunto por qué mierda pienso estas tonterías.

Yo, por preguntar, me pregunto.

En verdad, solo hay una conclusión: madrugar es muy malo.

lunes, 31 de enero de 2011

Intentos

El otro día fui a saludarte y te vi sonriendo como hace tiempo que no te veo. Supongo que la causa era ella, de quién no vi más que la espalda.

Estuve buscando algunas cosas en este blog y noté que apareces en muchas entradas.

Creo que el otro día te pillé mirándome. Como hace un siglo que no hacías. Me hizo pensar en aquellos días. Me hizo recordarlos y también preguntarme si dejé pasar el momento. Si aquél era el momento. Si existió un momento.

Yo ya no siento lo que sentía aquellos días. No sé lo que tú sientes ni lo que has sentido ni si alguna vez sentiste algo. Yo, ya no lo siento. Quizás se deba a que ya no lo quiero sentir. Porque ¿sabes? es duro intentarlo tantas veces y llegar siempre al mismo punto.

Un punto al que más valdría llamarle un muro. Construido de tu álgido silencio. No fue rápido, pero sucedió: se me acabaron los recursos. No la paciencia, no las ganas, no el deseo. Pero sí los intentos.

Sí, creo que fue mi última psicoanalista la que, hace unos años, me preguntó por qué intentaba racionalizarlo todo. Para entenderlo, supongo. Sigo igual, supongo. Para que duela menos, supongo. No, no funciona.

Y ahora me miras tan distinto. Y eso está bien si no vamos a ir a ningún lado. Pero te echo un poco de menos. Y no es que nos veamos menos, pero nos vemos tan distinto. Y a mí se me acabaron hace tanto los intentos. Y tu sonríes como nunca. Y nos callamos como siempre. Y yo ya estoy en otras cosas, en otros nombres. Y tú, por supuesto, también. O quizá tú siempre lo estuviste.

Ahora me miras tan distinto. Pero, el otro día, te pillé mirándome como hacía siglos que no lo hacías. Y me gustó. Pero ya no hacemos nunca ninguna de esas pequeñísimas cosas que antes hacíamos juntos y en silencio. Con sonrisas. Y eso está bien si no vamos a ir a ningún lado. Hay que dejar lugar a lo nuevo.

Pero, yo qué sé. No me gustan las despedidas.

martes, 25 de enero de 2011

A saber

Ahora me duelen los ojos. Vaya racha llevo, sí señor. Los catarros y resfriados se siguen sucediendo con escasas treguas que aprovecho para salir de fiesta.

Algo me pasa con este blog, lo noto. No es que quiera dejarlo, la verdad que no, pero no lo tengo tan presente como antes. Otra racha, quizá.

Hoy, haciendo gala de la superficialidad que mi horóscopo de esta semana me vaticina, decidí ir a la peluqueria.

Gracias a la radio de mi peluquera, hoy viajé en el tiempo. No tenía ni idea de que había emisoras que seguían poniendo esa música. Hablo de décadas. Hablo de mi infancia. Y mientras soportaba tirones y quemaduras de primer grado en el cuero cabelludo -ja, cabelludo-, yo estaba desayunando con mi padre la mañana de un domingo soleado en la Ciudad de México.

El mundo, ya lo dice el tango, siempre ha sido y será una porquería. Ya lo sé. O no, pero en todo caso, no soy nada de cualquier tiempo pasado...

Pero estoy ahí, en un sillón del 94 escuchando música del 84 y aparece un mundo, el que yo creé. El que percibía. El que recompongo ahora. Uno sencillo. Limitado. Con una pátina de fotografía sobreexpuesta. Con los perros en la azotea. En el colegio de monjas. En la papelería. En casa de mi prima M. Comprando un helado junto a la iglesia. Yendo al mercado con mi madre. La hora de la comida. Deberes. Mentiras. La tele. Mis hermanos. Vacaciones.

No, no sé si era mejor aquel mundo, ni si yo era más feliz. Sé que añoraba cosas que no podía tener, como ahora. Sé que me enfadaba cuando me hacían daño, como ahora. Sé que bailaba y cantaba todo el rato, como ahora. Sé que fantaseaba constantemente, como ahora. No recuerdo que me asustara el futuro, ni sentir que el mundo era frágil, ni entenderme cansada, cansadísima de todo, ni tener que fingir que algo no te importa cuando te importa, como ahora. A veces, ahora.

Ahora tengo treinta y cinco años y estoy sentada en mi sofá, escuchando música de este siglo y escribiendo en mi blog. Esto, en el mejor de los casos, también podrá ser recordado, recompuesto y repensado. A saber con qué patina. A saber por cuál yo. A saber.

Supongo que es parte de la gracia, si es que tiene alguna. La verdad, yo no creo que el mundo sea una porquería. Ni tampoco una maravilla.

Como decía mi padre: ni sí ni no, sino todo lo contrario.

A saber.

miércoles, 12 de enero de 2011

Fumar es de meretrices

No he empezado el año con lo que diría una salud envidiable, no. Casi no salgo de casa desde el año pasado, y cuando lo hago, me traigo una serie de nuevos síntomas. Me aburre todo ya y pienso con una claridad bajo mínimos. He ido a trabajar, de todos modos.

Tendré que decir que La salud es lo primero, como recuerdo desde mi infancia que repite invariablemente mi madre cuando habla por teléfono con sus amigas. Claro que es la misma persona a la que le he oído decir cosas como Fumar es de putas o A las dos en casa. Será por eso que me impacta estar de acuerdo con ella en lo de la salud.

Padezco ageusia y anosmia temporales. Vamos, que he perdido el olfato y la capacidad de percibir sabores. Algo esperable en mi estado. Y completamente fascinante. Ahora como de recuerdos. Como, de comer. Las texturas se han convertido en algo fundamental. Como, de comer, de texturas, de recuerdos y de intuiciones.

Por todo ello, sigo comiendo brownies y mandarinas y no me he pasado al brócoli o la col. Me niego a comer de mentiras.

Hoy es el primer día desde hace dieciocho en que no me duele nada. Yu-ju. Desde entonces y entremedias han pasado ingentes cantidades de mocos, antibióticos -sin consecuencias fúngicas hasta el momento-, antipiréticos, anticongestivos, antiinflamatorios, muchos metros cuadrados de pañuelos desechables y kilómetros de papel higiénico, cadenas de estornudos, largas noche de fiesta en noche vieja y reyes y una noche de amor. Y mucha web 2.0. No todo iba a ser malo.

La web interactiva me ha supuesto un contacto con el mundo, cosa muy de agradecer en este curioso aislamiento. No sé si alguna vez lo hice, pero quiero dar las gracias por los comentarios que la gente hace en este blog. Yo leo muchos blogs y comento en muy pocos, pero debo decir que los comentarios que me llegan me alegran profundamente.

Tengo la sospecha de que mis males me ponen cursi, así que allá va: gracias a los que leéis este blog. Gracias a los que habéis comentado alguna vez. Gracias a Blog A, enrojecerse y merce por comentar la entrada pasada, que es la que me queda más a mano para mirar. Gracias a los, supongo, dos, Anónimos que también comentasteis. Gracias al que llegó primero por sus consejos médicos y sus saludos. Gracias al que llegó después por hacerme sentir parte de un universo azaroso y brillante. Me ha hecho ilusión hasta que a veces no me entiendas y me dejes por la mitad. Supongo que eso también es raro. Y la rareza, ya se sabe, es de agradecer.

A todos, gracias y salud. Porque, claro, la salud es lo primero.

Y fumar es de putas.

lunes, 3 de enero de 2011

Salud. Dejaremos el amor y el dinero para otro momento.

En el parte médico dice algo así como amigdalitis. Duele. Creo que estoy algo mareada. Y sin voz. Es curioso estar afónica. Me pregunto si es un mensaje de mi propio cuerpo. Que te calles un poquito, me dice. Y estoy débil. Y también contenta. Y un poco ansiosa. Quizá sea la amoxicilina. He leído el prospecto y he flipado con las contraindicaciones. O quizá el ibuprofeno. O yo qué sé.

No he podido ir a trabajar, porque aun no he aprendido a decir por telepatía Apague el router y vuelva a encenderlo. Previas a este contratiempo, han sido las mejores fiestas decembrinas que yo recuerde ¿Escribo como si fuera un telegrama?

No me apetece ni un poquito escribir ni pensar una de estas sentencias pseudodefinitivas que a veces aparecen. Y tampoco escribir ni pensar en el mucho más conocido y abrazado estado de confusión. Ergo, no escribo. No pienso.

Ya no puedo levantarme de la cama con la ilusión de tomar el primer café en la cafetería que hay frente a mi casa. No puedo porque la verdadera diversión era fumarme un cigarrillo. Por lo visto, ya no me dejan. Ni ahí ni en ninguna otra. Supongo que la otra opción es no levantarme.

Hoy al abrir la persiana vi que habían puesto la terraza. La primera vez desde el verano. No, no hace calor, pero ahí podré fumar. No hoy, ya que la mañana fue el mundo pre-ibuprofeno, donde el dolor de garganta era como el frío cuando no me deja pensar en nada más que el frío.

A veces cierro los ojos y veo sonrisas. Veo miradas. Veo susurros. Veo sexo sin amor. Veo amor sin sexo. Pero prefiero lo otro. La ficción que se crea me resulta fascinante. Es tan real como el mejor sueño.

De cualquier manera no soy yo quien habla. Hablan las drogas por mí. Las legales y recetadas.

Ha empezado un año nuevo en el calendario. Por cierto que mi horóscopo decía que encontraría el amor los primeros días de 2011. Eso si algún día salgo de casa, supongo. De todas formas, no sé si quiero encontrar el amor, yo creo que un amor ya sería bastante.

En todo caso, espero que no esté en las contraindicaciones de la amoxicilina, porque en este momento, la necesito más.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Hola, buenas

Dejé ir noviembre. Así, por gusto y con decisión. Solo para ver lo que pasaba. Dejé, por ejemplo, de escribir aquí. Casi siempre, deliberadamente. Otras veces, sin querer. Pero, en el fondo, queriendo.

No así diciembre, no señor. En diciembre he vuelto a yoga. También he redactado -en mi mente- entradas que no importa que no se publiquen. Escribo un cuento infinito. He leído un libro tierno. He llorado viendo de nuevo el capítulo cursi Gossip Girl donde los dos, ay, tan jovenes y guapos, se dejan. Ay.

Vamos, que he vuelto.

Me preguntó un amigo por asuntos de amor (él le llama de amor, a mi me da vergüenza decirle que el amor es otra cosa, así que le dejo seguir). ¿Has arreglado ese asunto? me pregunta. A mí me da la risa: sí, le digo, lo he arreglado, luego lo desarreglé y ahora, creo, lo he vuelto a arreglar. Hasta la próxima, claro. Y todo esto sin que el interfecto se entere de na. Y cuando digo na, es na.

Luego, está el pánico. Mi dulce y querido compañero. El pánico a la bancarrota. El pánico a permanecer en mi actual estado laboral. El pánico a perder mi actual estado laboral. El pánico a engancharme de la sonrisa del chico aquel. Y es que, ya lo sé, me va a ir mal, aléjate, fuera, chao, chao. Pero soy absolutamente adicta una sonrisa así. De esas que no se prodigan, pero cuando vienen le acompañan los ojitos y esa ternura que no sé por qué encuentro en él si es el tipo más malote del universo. Ay, creo que me he enganchado ya. Vaya.

Y por otro lado, mis pies, ahora mismo, están fríos.

Es lo que tiene diciembre.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Cierro los ojos

La felicidad es, quizá, un momento que se descose de lo cotidiano, libre de pretextos y rebosante de euforia.

O es, quizá, una reflexión pausada que confronta pros y contras y se encuentra ganador. O una sonrisa ajena donde depositamos nuestras fantasías. O quizá es una circunstancia, diminuta y particular, que se sabe llamar a sí misma felicidad.

Claro queda, no lo sé. No sé lo que es la felicidad. Pero quizá se parezca un poco a noviembre.

Noviembre ha sido un mes escurridizo y sensual, un mes sin más nombres que el mío.

Se ha instalado en mi noviembre, a pesar de la lluvia y el frío, la arrogancia de agosto, la intensidad de julio, el lustre de diciembre, la fe de enero.

A veces las novedades se te agolpan en la vida como una bofetada sonora, imposible de obviar. Otras, no. Otras, se cuelan sutiles entre la trama de la vida cotidiana.

No sé lo que es la felicidad. Ni tan siquiera sé lo que está siendo noviembre. Pero sé que a veces cierro los ojos. Rodeada de gente, de música, de ruido, de luces, cierro los ojos. Y me quedo sola. Solo yo.

Y me gusta.

Y pienso que así debería ser el mundo. Pero no. Hay cosas que, para ser, no deben durar.

Cierro los ojos, y sí, lo reconozco, a veces te cuelas. Te cuelas por ser lo último que miro antes de cerrarlos. O por tu boca, o por tus modos. O hasta por tus reproches. Te cuelas porque eres como una tableta de chocolate recién abierta, una tentación que no me apetece esquivar.

Te cuelas, lo reconozco, pero en seguida te echo. Cierro los ojos rodeada de gente, de música, de ruido, de luces, expulso tu deliciosa boca, tus modos y hasta tus reproches. Cierro los ojos y me quedo yo. Solo yo. Solo hay un nombre y es el mío. Y así debería ser el mundo.

Pero hay cosas que, para ser, no deben durar. Como la felicidad, como noviembre.

Quiero ruido, música, gente, luces, tus ojos y modos y reproches. Quiero seguir ahí y seguir siendo en medio de un mar de impostura. Y que al abrir los ojos sigas ahí. Pero esta entrada no va de ti, sino de mí.

Y de la felicidad, y de noviembre. Que se acaban. Como tiene que ser. Pero luego vendrán otras cosas. Ya se verá qué. Tendrán otras músicas y otros nombres. Y otras preguntas. Quizá otros ojos y otros deseos. Quizá otros reproches y otros juegos. O no, no lo sé.

Yo, por si acaso, hoy cierro los ojos.

Body Rockers, I like the way you move

jueves, 28 de octubre de 2010

Pies fríos

En cuanto leí la respuesta de Gata a la entrada pasada, supe que tenía razón. Supe que no había manera de seguir negándolo, supe que era mejor dejar que las ganas se quedaran en ganas perennes, o se transformen en lo que ellas quieran, antes que dar un paso en falso. A veces pasa.

Lo supe. Lo supe tan pronto lo leí. Es una historia vieja, como yo. No tiene nada de novedosa. Mejor no preguntar, mejor no intentar, mejor no arruinar lo que hay. No digo que sea válido siempre. Pero desde que Gata lo dijo en la entrada pasada, supe que tenía razón. La tenía en este preciso lugar, en este preciso momento.

Lo curioso fue que en lugar de ponerme triste, me puso, no diré contenta, pero tranquila. Uno tiene que elegir sus luchas. A veces cuesta mucho diferenciar las luchas verdaderas de las más banales. De las superficiales. De las menos importantes.

No es asunto baladí; al menos a mí me resulta difícil a veces saber decir: tú eres esto, y nada más. Me confunde, no voy a negarlo. Me confunde mirar a los ojos de alguien y creer ver el universo entero.

No quiero arriesgar más de la cuenta y por una vez, no me llamo a mí misma cobarde. No quiero anclarme en pasados perfectos y futuros presumibles. No quiero ser la que espera una señal. Y no lo soy. De hecho, no lo soy.

Pues ya está. Hay algo en el fondo de mi cabeza que ahora mismo grita y está muy enfadado conmigo. Será cuestión de no hacerle caso. Las tres cuartas partes restantes me dicen: haces bien. Lo que hay vale la pena, busca el resto en donde realmente tenga sentido.

Fluye. No te anquiloses. No te quedes atrapada solo porque te apetece hacerlo tuyo. Sigue buscando. No pierdas las ganas. No obvies los intentos. No pierdas oportunidades por algo que no es, y no va a ser.

No es cobardía. Por una vez, no es cobardía. Es realidad. Simple, brutal y clara, como tu mirada. He aprendido a vivir con muchas cosas y esta no será la excepción. No digo que no me joda. Pero lo hace de lejos.

Ha sido un placer. Muchas gracias por todo eso de lo que no te has enterado. Por hacerme saber que el deseo es sano y está en mí. Por hacerme saber que las chispas son reales y se esconden en las esquinas. Por hacerme aprender que, quizá, hay maneras para sentirse cerca que perduran más que otras. Entiendo que no tengas ni idea de lo que te digo, pero mis circunstancias son las mías y has creado una pequeña y dulce marquita indeleble en mi memoria. En mi historia. Por lo que de ti, o a pesar de ti, he aprendido. Y si algo sé es que esas pequeñas marcas que me hablan de mi propio deseo y de mis caminos, no tienen que ser las que persiga. No tengo que anclarme a ellas, por más ganas que me den.

Hasta aquí. Me despido. No va a ser una fiesta, pero necesito seguir caminando. Y si todo sigue como espero, estaremos más o menos cerca, seremos más o menos amigos. Me verás, te veré. Y eso está bien. Eso, que se quede así. Dejo lo demás en paréntesis, o en punto final. Para que aquello se quede así. Y eso está bien.

Conocerte ha sido un placer. De los buenos.

Un placer.

Hasta nunca, que en este caso quiere decir hasta siempre.

Y sí, tengo los pies fríos.

viernes, 22 de octubre de 2010

Se llama miedo

La verdad es que lo tenía bastante claro. Llevo un par de días pensando en ello y las cosas se acomodan y se instalan. Las muy putas. Pero yo soy menos de certezas. Me encantan, lo juro, me encantan las certezas, como el mejor chocolate con avellanas en tableta, listo para ser mío una tarde de otoño fría y lluviosa.

Pero no. Aquí las certezas no valen. Ni las ganas ni las puñeteras voluntades.

En caso de que a alguien le importe, lo confieso: sigo normal. Normal es, en mi vida, el hecho de que sigo entendiendo que soy yo la única que me propicia el bienestar. Es verdad que a veces se me trastoca, pero no es el caso. Quien dice a veces dice a menudo. Pero no es el caso.

Y como ya he dicho antes, me encantaría otro estado. Este, el de la consciencia, me toca los esquemas. Porque me creo la plenitud. Y ahí no hay vuelta atrás ni reproches extranjeros. Soy, y es mi causa y mi lamento.

¿A vosotros cómo os va? Cada uno tiene su historia. La mía, pueden ser mil palabras, porque cada segundo se interpreta a sí mismo.

Sé que la última vez hablaba de cobardía. Soy cobarde cuando no me siento segura de la respuesta. Y, ¿cuando la noche entera me ha hecho sentir diáfana y clara? A veces, sigo siendo cobarde.

No sé, supongo que no caben las etiquetas. Supongo que me gustaría no sentir que el peso entero lo llevo yo. Supongo, también, que me gustaría ser críptica y misteriosa.

Pero hoy, no voy a serlo. Hoy voy a decir lo que siento. Ven, léelo, asústate. O mejor, no vengas, no lo leas, porque no tienes ni idea de lo que pasa por mi cabeza.

Hoy, las cosas tienen nombre y apellido. Se llaman así: no sé cómo y mucho menos por qué, pero me parece que me gusta cómo eres. Y no veo en ti nada claro. No veo nada malo, no, pero tampoco veo una señal. Y, ya lo dije, contra mis costumbres hoy me da la gana de ser clara. Me asusta mucho dar un paso en falso. Me asusta hacer algo que trastoque y cambie y apague lo que sea que tenemos ahora. Me asusta y cada vez me asusta menos, o no, pero cada vez lo intento un poco más. Pero ¡ah! no es suficiente. Sigo, tal parece ser la situación, sin arriesgar lo necesario.

Sí, lo decia Anónimo en un comentario a la última entrada. Sí, se llama miedo. Miedo a estropear lo que hay.

A pesar del miedo, sé que me muevo. Pero no lo suficiente. No desde mi perspectiva. O sí, no lo sé. Se llama miedo, y, sin dramatismos, lo digo como lo siento: se llama miedo a perderte. Como amigo. O lo que mierda seamos. Se llama miedo.

Una vez más, son tantas ya. Pero no importa. Es siempre una inversión. En ti, en mí. En tiempo perdido, o ganado, no lo sé. A la cara te lo diría si me atreviera: estoy bien, estoy normal, sigo sabiendo que soy la única que se puede procurarar su bienestar. Y me gusta. Pero tampoco voy a mentir: no sé explicarlo, no tengo ni idea de lo que va esto. He aprendido que cuando se siente algo, se siente. Con o sin explicaciones, con o sin futuro.

Se llama miedo. Y lo estoy venciendo. Muy poco a poco, sí. Pero si sigues ahí, quizás la próxima vez sea la que traspase el umbral. Se llama miedo. A perder. Se llama miedo. A equivocarse. Se llama miedo, no lo niego.

Se llama miedo. Y se apellida como tú.

viernes, 15 de octubre de 2010

Ni idea

No sé muy bien cómo explicarlo. En serio, me siento aquí y digo: vaya gilipollas estoy hecha, que no sé ni cómo explicarlo.
Ya sé, lo entiendo, sois tan amables de venir aquí y leer las tonterías que escribo. Esa es la razón por la que quisiera poder ser más clara. Tener un mínimo de coherencia, de claridad, de raciocinio.
Coño, pero no. Seis y media de la mañana del viernes. Ojalá eso fuera un pretexto. Pero ya sé que no lo es.
Cuando no estoy eufórica, ni deprimida, a veces, me pasa esto: no encuentro las palabras. Es más fácil adscribirte a algo cuando todo es una mierda, o cuando todo reluce.
No lo negaré: me gusta este estado. El mío, el de ahora, el que suscribo con la normalidad, aunque desconozca de qué va eso. Me gusta ese estado en el que me creo que percibo la realidad de una manera menos comprometida, menos aleatoria. Pero, lo veo, lo siento, es tan falso igualmente.
Me gusta este estado, me gusta por las mañanas y por las tardes. Pero hay algo de él que no me gusta en sus noches. Es que no me entero. Os lo juro, no me entero.
Sí, te crees que estás en equilibrio, que miras el mundo desde la perspectiva más clara, o la menos obscura, sí, te sientes más real, menos emotiva, más centrada, mierda, te lo digo, lo que sientes estando ahí puede no ser tan brutal como en un estado de tristeza o de alegría enajenada y por eso te crees que es más real.
Y ahí es cuando me pongo confusa. Y es que no sé ni cómo explicarlo. Cómo contarlo. Qué decir. Mis amigos dicen que, por las noches, ya sabéis el estado alterado que eso implica, me acosan las propuestas. Es una versión de amigos, yo no me entero de nada. De nada de eso. Lo único que veo es que hay un ciento de seres revoloteando delante de mí. Y uno, si, uno, brillando.
Ese brillo, ese puto, puñetero, desconsiderado brillo es el que no sé nombrar.
Soy tan valiente. De verdad, si me conocierais lo sabrías. Para muchas cosas no, pero para ligar, madre mía, soy valiente rozando lo temible. Y funciona.
Soy temible; tú lo sabes a ciencia cierta. Pero sólo soy temible cuando no juego a nada. Soy temible cuando soy una treintañera ligando como una mujer moderna de manual. Soy temible, soy moderna. Y soy efectiva. Y luego, estás tú.
Y luego, estás tú. Me conformaría con poder explicar lo que es. Me conformaría con no sentir la inmensa derrota que siento cada noche que paso contigo al lado y luego me voy a casa. Me conformaría con no despetar al día siguiente sintiendo que me equivoqué, que me acobardé.
Pero lo siento. Siento que te dejé ir una vez más. Pero cuando te tengo delante, cuando sé que podría ser el momento, simple y llanamente no soy capaz. Es raro, pero es así. Permitidme abusar de los recursos de esta página: NO SOY CAPAZ. No tengo ni idea de lo que me pasa. Eso es lo que me confunde. Tú sabes que soy temible, que soy moderna, que soy eficaz. Pero, a la puñetera hora de la verdad me desvanezco, soy una niña que una vez más dice Hasta la próxima. Y ya está.
Sé lo que será la próxima: lo mismo que hoy. Algo que si supiera explicar me dejaría más tranquila. Pero no.
Ojalá tuviera algo más divertido y menos repetitivo que contar. Pero parece que no. Parece que soy la misma que empezó hablando de tu sonrisa hace, mierda, no sé, casi un año. Y yo, me creo que no soy de hablar sin actuar. Y es cierto. Actúo. Porque soy así: temible y moderna. El problema son las noches en que vuelves. Y yo no sé mirar nada más que tu brillo. Ese, el que no tiene nombre.
Si lo tuviera, lo diría. Pero no. No tiene nombre. No tiene más que la increíble lucidez de tu ser tú. Un tú que no me creo, que no entiendo, que no soy capaz de nombrar.
Sigue brillando, sigue viniendo, sigue siendo. Da lo mismo. Empiezo a entender que da lo mismo.
Brilles lo que brilles, hay algo que me detiene. Yo, lo sabes, no soy así. Pero algo me detiene. Algo me acobrada. No tiene nombre, no tiene gracia, no tiene lógica.
Y, desde luego, no tengo la más mínima idea de cómo explicarlo.
De verdad, me encantaría encontrar las palabras justas; como en un relato, un cuento, en el que pasas y repasas por las letras escritas hasta encontrar la perfección. Pero aquí, en cuanto llego a tus ojos se me acaban los plazos, se me olvidan los sinónimos, se me pierden las opciones.
Una vez más, llego a casa y me voy a la cama pensando Da igual, mañana será otro día. Y lo será: uno en el que una vez más no sepa que nombre darte, y me sienta cobarde y ajena al mundo.
Y no es que no quiera, de verdad, es que no tengo ni idea.
Ni idea. Ni idea. En verdad, no tengo ni idea. Me siento normal, me siento tranquila. Me encantaría estar echa polvo o sentir una de esas tristezas inasibles. Me encantaría, para echarles la culpa. Pero no: estoy normal. Y te miro, y me miras, y no entiendo nada, y me acobardo, y pasan las horas, y me voy a casa, y pienso en cada noche que ha sido así y no lo entiendo. No sé explicarlo. Y supongo que tendré que vivir en mi estupenda normalidad con ello.
Cómo quisiera saber qué nombre tiene esto.
Pero no tengo ni idea. Ni idea.

Ni idea.

domingo, 3 de octubre de 2010

Promesas; otoño

Da gusto que, al menos, en el clima sí puedes confiar. Ves el calendario y dices: Otoño. Así, en voz alta. Porque quizá el invierno se susurra y se suspira la primavera, pero el otoño se dice con voz firme y alta: Otoño. El verano creo que se grita.

Temporal, lluvia, viento, frío. Da gusto. Da gusto, aunque prefieras el calor, pero es que da gusto que, al menos, en el clima sí puedes confiar.

Al menos sabes con qué ropa salir a la calle, si llevar el paraguas o las gafas de sol, si te pones las botas de lluvia o unos tenis de lona. Da gusto. Aunque prefieras el calor.

Yo sé que es otoño, lo dice el calendario. Pero si alguien me promete al oído que hará sol y que quiere sentirlo conmigo, me lo creo. Y entonces sales a la calle y ves que hay lluvia, que hace frío. Y que, desde luego, no tienes a nadie al lado. Y es que, chica, es otoño.

Yo no digo que esté mal. Bueno, no lo sé. Supongo que yo también hago promesas promiscuas. Y probablemente no me entere de que las hago. Pero sí me entero de las que me hacen los demás. Y especialmente en ciertos momentos, en los que, en la definición de la RAE, como una poesía, se habla de llenar los huecos vacíos.

Sé que es esperable oír promesas así. Sé que son falsas. Ni siquiera lo dudo. El problema es que las escucho. Y una, que procura proteger su vulnerabilidad, a veces, promesa sobre promesa, decide que no tiene más ganas de sostener la barrera y cede.

Y una es adulta, no pasa nada. Casi ni esperaba que se cumpliera la promesa. Casi. Pero sí que esperaba, en el fondo, que se cumplieran otras, las no dichas. Una vez más. No pasa nada, una es adulta. Pero una cosa es no cumplir promesas y otra ni mirar a los ojos.

Pero si digo todo esto es para llenar las páginas de un blog, ni siquiera para desahogarme, que, ya sabes, una es adulta y sabe que estas cosas pasan. Si hubiera otro momento, o mejor, tómalo como un consejo general: no prometas nada que no vayas a cumplir. Ni siquiera digo que no quieras cumplir. No, no prometas nada que no vayas a cumplir. Al menos, no me lo prometas a mí.

Ni siquiera tenías que prometer nada; yo no te pedía promesas. Ahora pienso que me las creí precisamente porque no las necesitaba. Quizá eras tú quien necesitaba hacerlas.

Pero, ya sabes, no pasa nada. Eres bueno prometiendo, no lo niego. Y también eres bueno para hacer saber que esas promesas caducaron. Así que en paz. En paz yo, que no prometí nada. Si estás en paz tú, tú lo sabrás.

Otoño es tiempo de lluvia. De temporal y viento frío. Uno sale a la calle y sabe lo que esperar. Hoy en mi ciudad ha llovido, ha hecho mucho viento y va calando el frío.

El otoño siempre te mira a los ojos.

Porque cumple sus promesas.

Aunque prefieras el calor, está bien saber lo que vas a encontrar ahí fuera.

Al menos, en el clima sí puedes confiar.

domingo, 26 de septiembre de 2010

El chico de al lado

El día del concierto llegué unos diez minutos antes de la hora señalada en la entrada. Busqué un asiento en la grada general. Vi uno que me gustó: a la derecha, la escalera, a la izquierda, nadie. Me senté.

Tras unas cuatro canciones intentaba no hacer más que mirar al escenario. Por fin lo veía, lo escuchaba, ahí, delante de mí, con su impecable traje y sombrero oscuros y más ágil de lo que pensé. Pero, detrás de mí, una chica traducía del inglés cada párrafo a su amiga; a mi derecha, una hippie sentada en la escalera me impedía ver las pantallas; frente a mí había un tipo cuya presencia me impedía expandirme hacia adelante. Al menos, quedaba el asiento de mi izquierda, vacío.

Entonces alguien se acercó a mí. Perdona ¿está libre el asiento? preguntó. , le respondí. Solo lo vi de reojo.

Algunas canciones después se acercó a mi oído y comentó algo. Algo que me hizo reír. En el intermedio charlamos. Él, en un gallego precioso y dulcísimo. Resultó que había estudiado en la ciudad en la que yo vivo, trabaja en la ciudad donde pasé las vacaciones y vive en la ciudad en la que yo trabajo. Y aunque estábamos a más de cien kilómetros de todo eso, nos hizo sonreír.

Comenzó de nuevo la música y él fue al bar. Me preguntó si quería algo y dije que no. Tardó más de una canción en volver y me sorprendí obligándome a concentrarme en el concierto. Se me iba la mente a algunas preguntas como ¿y si no vuelve? ¿por qué sería así? y aún peor ¿y si vuelve? ¿por qué sería así? Y volvió.

Entre canción y canción, y a veces durante ellas, hablábamos. Era gracioso. Parecía listo. Era alto, era guapo, era joven. Y estaba en un concierto de Leonard Cohen.

Al terminar el concierto nos fuimos juntos. Él iba en coche y se ofreció a llevarme a mi hotel. Ninguno de los dos tenía idea de cómo llegar hasta ahí y a ninguno le importó.

Cuando llegamos, metió el coche al estacionamiento. Hablamos durante un par de horas. Era afectuoso, muy ingenioso. Era inquieto, interesante. Había vivido, había aprendido, se le notaba en la mirada. Y en la conversación. Pero a la vez tenía ese candor juvenil, del que sigue buscando, deseando. Esa fuerza del que es.

No tenía muy claro de qué iba eso, si había algo más, si había ahí más señales que interpretar. Así que no pensé más y simplemente sucedió. La noche, el encuentro, la conversación, sucedió. Y luego me despedí y me fui a mi habitación. Sola, por si alguien tenía la duda. Y él se fue a su ciudad. Sin un móvil, sin un correo, sin un agrégame en el Facebook.

Pura irrealidad. Pura fantasía. Sin próximos encuentros que cambien y corrompan el primero, tan diáfano y crujiente. No sé si él quería otro final para esa noche. No sé si yo quería otro final. Pero me gustó ese. Sin accesorios. Sin promesas. Sin euforias. Sin ofrendas.

Yo no sé si a él le ocurren esas cosas a menudo. A mí, desde luego, no.

Me fui a mi habitación, sola, y dormí. Una buena noche, pensé, una noche perfecta.

No sé si perdí una oportunidad de algo, pero sé que gané un recuerdo perfecto. Y esos también hacen falta.


En su honor y porque hablamos de esta canción, aquí va No todo va a ser follar, de Javier Krahe.