lunes, 19 de septiembre de 2011

Hidrógeno

De todas las materias que cursé en mis años mozos, probablemente la química era la que peor se me daba. No entendía las matemáticas, pero me resultaban divertidas hasta cierto punto. Pero la química ni la entendía ni me gustaba. Cuando, en no sé qué curso, pasamos a química orgánica, fue el acabose. No hubiera entendido menos si la profesora las explicara en japonés. No tenía ni la más remota idea de lo que me hablaban.
Solo aprobé cuando una alegre compañera que iba para médico me acogió una tarde antes de mi última oportunidad -en forma de examen extraordinario- para hacerme memorizar, sin pretender ya que razonara algo, lo mínimo para no dejar la materia para otro año. ¡Gracias C!
De todas formas, siempre me han interesado las ciencias. Pero de esa manera en que nos interesan a los que nos compramos revistas al respecto o leemos libros de los temas que sí nos gustan pero nos saltamos las partes que contienen fórmulas. No, de química orgánica no. De todas maneras, leyendo uno de estos libros me enteré de la historia de la tabla periódica de los elementos químicos. Cuando la creó Dmitri Mendeléyev, dejó espacio para elementos desconocidos hasta entonces, dejándoles hueco en la tabla. Porque suponía, intuía, que aparecerían. Acertó.
Y dirá mi estimado y ficticio público ¿pero qué tonterías estás contando?

¿Os dije que me salió la tercera arruga? Pues sí. Creo que será mejor que deje de contarlas. Me hago mayor. Lo sé porque me salen arrugas en la frente y porque echo de menos a mi padre y porque pienso en el futuro de mis sobrinos y porque se me ha pasado el tiempo para muchísimas cosas y porque a veces, solo a veces, quisiera volver a sentir algo que perdí hace un tiempo y ni siquiera sé si quiero recuperar. Solo por tener de nuevo aquella inocente sensación de creer que todo va a ir bien. Me hago mayor, lo sé porque ya no me lo creo.

Estos días, jugando al Trivial me enteré de que el hidrógeno fue descrito por primera vez en el siglo XVI pero no se supo que era un elemento químico nuevo hasta 1766. Y yo pensaba ¿cómo tardaron tanto? Si es el elemento más abundante del universo, representa más del 90% de la materia conocida y es el más sencillo de formar.

Yo, de química no sé nada, pero como el bueno de Mendeléyev, intuyo algo. Que aquí hay una moraleja, no sé, una lección, algo que aprender. Algo que quizá tenga que ver con que ni siquiera la obviedad hace visibles las cosas. O con que cuando todo encaja los huecos en blanco se llenan tarde o temprano.

Pero, no os voy a mentir, mi estimado y ficticio público, puede que lo que intuya sea, realmente, que ya no me creo las moralejas, ni las lecciones, ni que todo va a salir bien, ni que la justicia exista, ni siquiera las intuiciones. Ni los consejos, ni las voluntades, ni los dioses, ni los demonios.

Y supongo que todo esto me parecería normal en mí si fuera uno de esos días tristes en que las cosas no han ido bien o mis hormonas me atizan una tunda. Pero no. No es un día de amores rotos ni desencuentros; dormí bien, comí mejor y en estupenda compañía y estoy fresca y rozagante fumándome el primer pitillo de la semana. Será, entonces, que así son las cosas. Será que siempre fueron así. Será que yo quería creer en algo distinto.

Será que me hago mayor.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Ca-ca-hue-tes

Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana (o lo que es lo mismo, hace unos años cuando vivía en otro país y juro que me parece otra galaxia) tuve que ir a cenar por no sé qué pretexto con todas las mujeres de lo que entonces era mi familia política. Veintipico mujeres de variopintas edades, gustos, aspiraciones con poco más en común que el azaroso lazo de la consanguinidad. Como si fuéramos amigas. Como si nos importáramos. Gran error.
En algún momento salió a la conversación M., hermana de una de las presentes, conocida por todos y parte de mi círculo extenso de amigos (esto es, resumiendo, esa gente que si haces una fiesta pequeña no invitas, pero si haces una grande sí; es un concepto inventado por mí que os dejo utilizar).
M., que entonces estaba en la mitad de la veintena, tenía un novio más o menos formal. Ambos acababan de terminar sus estudios universitarios y estaban en ese precario momento laboral en que se pilla cualquier trabajo para sobrevivir, obtener experiencia y esas cosas que la sociedad te invita cordialmente a hacer so pena de exclusión social (momento, por cierto, en el que yo permanezco diez años después).
Salió el tema de si M. se casaría pronto (en aquella galaxia casarse era una cosa muy normal y esperada; de hecho no había más opciones, so pena de exclusión social). Su hermana, a quien para conservar su anonimato llamaremos La Gilipollas, declaró contundentemente: ¿Cómo van a casarse, si con el trabajo que él tiene no podría mantener a mi hermana? Si está muy bien que sean novios y eso pero ¿casarse? Si él gana cacahuetes, ca-ca-hue-tes.

La frase me pareció tan triste, humillante, indigna, retrógrada, en tantos niveles que no voy ni a explicarlos.
Ca-ca-hue-tes. Como un mono de circo. Hay gente que se aprende muy bien la lección de lo que otros le contaron que debía de ser la vida. Otros, sin embrago, decidimos averiguarlo por nuestra cuenta. Aunque esto es una interpretación y supongo que en verdad todos fluctuamos entre ambos estados sin siquiera enterarnos. Pero gente como La Gilipollas te recuerda por qué elegiste tu bando a pesar de que probablemente sea el camino menos fácil en la práctica.

Hace unos días me senté en una terraza con mi amigo P. a tomar una copa. Nos pusieron una cestita con cacahuetes. Como cuando te encuentras una moneda en la calle: es una tontería, pero te hace feliz.

No sé qué ha sido de La Gilipollas, ni me interesa, pero sé como son las cosas en aquella galaxia y probablemente siga teniendo un marido que la mantiene, hijos que van a una universidad privada, una casa grande en un barrio elegante, coches que denoten su estatus. Ojalá esto y todo lo demás la haga feliz, porque a mí los prejuicios me hacen pensar que la gente que hace las cosas porque hay que hacerlas -so pena de exclusión social- y que se atreve a hablar de la gente con términos como ca-ca-hue-tes, no sabe lo que quiere, no sabe quién es y no es feliz. El problema, desde mi perspectiva, no es no saberlo, es no habérselo preguntado nunca.

Lo que es yo... respuestas más bien pocas, pero de preguntas voy sobrada. Y a veces, no necesito más que un amigo, una buena conversación en una terraza y un cestita con cacahuetes para ser feliz.

Y por cierto, M. sí que se casó con aquel chico y tienen dos hijos sanos y sonrientes. Yo, por mi parte, no he cumplido con ninguno de los cánones que se me exigían en aquella galaxia -so pena de exclusión social-.

Quizás es por eso que, a veces, me basta una terraza, un buen amigo y unos cacahuetes para ser feliz, aunque sea por un rato.

Quién sabe, a lo mejor el secreto está en los cacahuetes. Ca-ca-hue-tes.