Hace unos cuantos años, mientras me tomaba un café, presencié algo que me sorprendió mucho. No había más clientes que yo y supongo que por eso aprovecharon para sentarse un momento la chica que atendía el lugar y una mujer mayor que salió de la cocina. Desplegaron algunas cosas sobre la mesa y empezaron su labor: la más joven enseñaba a la mayor a leer.
Imagino que en el fondo yo había creído que un analfabeta era como una visión mística, algo que aseguran que existe pero en lo que en realidad yo no creía. Me impresionó entender que esa mujer no sabía leer. Me resultó muy difícil pensar en la vida de alguien que no sabe leer. Leer libros, leer cartas, leer carteles en la calle. Me pareció incomprensible, tan alejado de mi.
Cada tanto me viene a la memoria aquella señora y con ella sus ganas, su afán, su tenacidad por aprender. Su paciencia para iniciar ese camino estando más cerca de la jubilación que de cualquier otro momento. Solía hacerme recordar las diferencias entre las cosas que a unos nos son dadas de manera fortuita y elemental y que para otros son conquistas y batallas muchas veces perdidas.
Pero hoy la visión era otra. Hoy, no sé muy bien por qué, me acordé de ella. Y en lugar de esa sensación de lejanía, de imposibilidad de comprensión, me sentí sencillamente ella. Me entendí analfabeta. Analfabeta de las palabras de otros, de sus decisiones, de los mensajes turbios y de los silencios descarados.
Ojalá yo también encontrara un poco de paciencia para aprender a descifrarlos.
P.D.M. Patience, de Micah P. Hinson.
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